​

La sinfonía de Eliuth

A los 18, el mundo de Eliuth se detuvo en un compás disonante. Justo cuando la vida empezaba a prometer melodías llenas de libertad y futuro, un tumor cerebral interrumpió la música. Un diagnóstico que pesaba más que cualquier partitura, un golpe que resonó en el silencio de los consultorios médicos.

Lo que siguió fue un calvario de notas graves: tres cirugías, tres batallas contra un enemigo invisible. Cada operación era una sinfonía de esperanza y miedo, un violín desafinado que dejaba secuelas. El lado izquierdo de su boca se quedó mudo, una parálisis facial que le robó la capacidad de tragar, de saborear la vida sin una lucha. La audición, un regalo que daba por sentado, se desvaneció, dejando solo un eco lejano.

Por seis meses, las ruedas de una silla se convirtieron en sus pies. La casa, un laberinto de pasillos que antes eran infinitos, se volvió una jaula. Pero Eliuth, un Géminis de corazón dual, se negó a ser definido por su condición. Con una fuerza de voluntad que solo la adversidad puede forjar, se levantó.

El regreso a la vida fue un largo camino. Las clases se llenaron de notas que no podía escuchar del todo, los días de una lucha constante contra el dolor. Los analgésicos, sus aliados silenciosos, le permitieron seguir. Reinició su carrera, una subida empinada en la que cada paso era una victoria.

A los 27, la vida le dio una nueva oportunidad para componer su propia música. Un embarazo de alto riesgo, otra prueba más. Nueve meses de incertidumbre, pero el resultado fue la nota más hermosa de todas: un niño. Su hijo. El pequeño ser que vino a llenar su mundo de un sonido que ninguna sordera podría silenciar.

La vida de Eliuth no fue una historia de cuento de hadas. Fue una epopeya de cicatrices y triunfos. La historia de alguien que, a pesar de las notas bajas y los silencios inesperados, siempre encontró la manera de seguir bailando al ritmo de su propia sinfonía. Una sinfonía de resiliencia, amor y la incansable voluntad de vivir.

A los 45, después de décadas de creer que había domado a los demonios de su salud, Eliuth se enfrentó a un nuevo y cruel espejo. Años de síntomas, de un cuerpo que gritaba sin ser escuchado, habían sido atribuidos a la ansiedad, al estrés, a la fatiga. Las voces internas y externas le decían que todo estaba en su mente, que era una batalla psicológica. Y en el eco de esas palabras, se derrumbó una parte de su mundo.El diagnóstico de tiroiditis de Hashimoto hace solo tres meses no fue un alivio, fue un golpe.